Un pasaje de la biografía Hugo Chavez, por Alberto Barrera Tyszka y Cristina Marcano.
El cambio del mundo rural de Barinas a Caracas es abrupto. En la capital, Hugo Chávez ya no tiene tiempo para irse de copas y madrugar con sus amigos. Ahora madruga en la Academia al toque de diana para iniciar la jornada de entrenamiento del soldado. Allí irá buscando definiciones que lo llevarán a acercarse aún más a los Ruiz y a vincularse, una vez graduado, con militares inconformes y prominentes figuras civiles de la izquierda venezolana, algunas de las cuales -- las más radicales -- sostienen nexos clandestinos con los gobiernos de Libia, Irak, Corea del Norte y Argelia.
Pero los dos primeros años de estudio transcurren sin mayor novedad. «Pasé trabajo allí pero nunca lo sentí como una carga», ha señalado. Escribe con frecuencia a su abuela Rosa y siempre le manda saludos a Tribilín, un gato homónimo, que ella le había regalado. El joven cadete de Barinas se esfuerza en destacarse y ocupar los primeros lugares del grupo. Algunos incidentes propios de la dinámica militar van templando su carácter y revelando rasgos que se acendrarán con el paso del tiempo.
Una noche, cuando está en segundo año, le toca hacer de centinela después de un día de extenuantes ejercicios. Debe entregar el turno a la una de la madrugada a un compañero de tercer año. «Mi cadete, mi cadete, levántese que tiene que hacer turno.» El aludido responde entre sueños: «despiértame en cinco minutos». Hugo va y viene cada tanto. Siempre se encuentra con la misma respuesta. Pasada media hora, el relevo no despierta. Ya exasperado, Hugo le grita: «¡mire, lo que usted está haciendo es una inmoralidad!», y sacude el paral de la carpa, que se desploma sobre los dos soldados que duermen adentro. El traspaso de guardia se convierte entonces en un match de boxeo que madruga a todo el campamento. «A mí me pareció muy positivo que un muchacho, en un mundo donde todos se entregan, defendiera sus razones. No es fácil allí. La rebeldía se acaba frente al superior normalmente», reflexiona el oficial que entonces dormía junto al relevo renuente. Es Francisco Arias Cárdenas, quien ni remotamente imaginaba que diez años después comenzaría a conspirar con ese muchacho y otros oficiales, para derrocar a quienquiera que estuviera en el gobierno cuando llegaran a tener mando de tropa.
Haciéndole siempre caso a su pasión personal, Chávez combina sus estudios de Estrategia Militar y Teoría Política con Historia de Venezuela. Memoriza las largas proclamas del Libertador Simón Bolívar, aquellas que le acercara su primer mentor, José Esteban Ruiz Guevara, quien también lo enamoró de Zamora, un personaje histórico de referencia para la izquierda venezolana, cuyo lema era «Tierras y Hombres libres, Horror a la oligarquía». Con bastante rapidez le va tomando el gusto a los cuarteles. «Cuando me vestí, por primera vez, de azul, ya me sentía soldado», dice. El béisbol va pasando de meta a simple afición. Según su registro personal, ya desde el primer año en la Academia, cuando se consiguió «uniformado, [con] un fusil, un polígono, el orden cerrado, las marchas, los trotes mañaneros, el estudio de la ciencia militar, de las ciencias generales... En fin, me gustó chico. El patio. Bolívar al fondo [...]. Me sentí como pez en el agua. Como si hubiera descubierto la esencia o parte de la esencia de la vida, mi vocación verdadera». El mismo entusiasmo se refleja en una de las cartas que le escribe a su abuela contándole su vida militar casi como una aventura: «Vieja, si me hubieras visto disparando como un loco en las maniobras. Primero pasamos canchas de tiro instintivo, acción inmediata, ataque diurno, infiltración, etcétera. Luego hicimos una marcha a pie de 120 kilómetros, para hacer un simulacro de una guerra al final. Nos atacaba el enemigo de madrugada, nos mojábamos si no armábamos las carpas de montaña, pasábamos por pueblitos donde las muchachas nos miraban con admiración y los niños echaban a llorar de miedo[...]».
A finales de 1971, cuando pasa de mero aspirante a cadete, le dan dos días de permiso. Sale entonces con su uniforme azul, guantes blancos, y se va caminando solo hasta el viejo Cementerio General del Sur, en Caracas. «Había leído que allí estaba enterrado el Látigo Chávez. Iba porque tenía por dentro un nudo, como una deuda que se vino formando del juramento aquel, de la oración aquella [...]. La estaba olvidando, y ahora que quería ser soldado [...] me sentía mal por eso.» Ubica el lugar donde están los restos de su antiguo ídolo. Reza y pide perdón. «Me puse a hablar con la tumba, con el espíritu que rodeaba todo aquello, conmigo mismo. Era como si le dijera: perdón, Isaías, ya no voy a seguir ese camino. Ahora soy soldado. Cuando salí del cementerio, estaba liberado.» No es común que alguien, y menos a esa edad, ya se tome su propia vida con tal solemnidad. ¿Qué hay detrás de la sacralización de un pelotero al que jamás conoció, por qué el soldado Chávez le rinde cuentas a un ídolo muerto como si estuviera ante los restos de su propio padre? Más allá de las posibles interpretaciones psicoanalíticas de semejante episodio, quizá detrás de eventos como éste pueda respirar una manera de mirar la historia como un diálogo de secretos designios, de eventos más o menos heroicos, de juramentos que parecen expresar la certeza de creerse señalado por un destino de grandeza.
Aunque Hugo Chávez sigue jugando béisbol con frecuencia, ahora se trata de un hobby y no de una vocación. También continua pintando ocasionalmente y canta cada vez que tiene oportunidad. Un corrido llanero que comienza «Furia se llamó el caballo[...]», se convierte en su leitmotiv particular. Sus compañeros, que lo consideran el mejor lanzador del equipo, lo bautizan «el zurdo Furia». Aun con todo esto, sin embargo, ya el cambio estaba decretado. Al menos así lo ha organizado la memoria del Hugo Chávez presidente. «No sólo me sentía un soldado, sino que en la Academia afloraron en mí las motivaciones políticas. No podría señalar un momento específico. Fue un proceso que comenzó a sustituir todo lo que hasta ese momento habían sido mis sueños y mi rutina: el béisbol, la pintura, las muchachas.»